Nos conocimos por internet.
Nunca había conocido a alguien remotamente parecido y lo admiraba muchísimo, así que cuando decidió cruzarse España en coche para venir a verme, me sentía en la obligación de hacerle algo rico de comer para cuando llegase.
- ¿Qué vas a cocinar?
- Lo que tú quieras.
- ¡Lasaña!
- Vale.
- ¿¿En serio vas a hacer una lasaña??
Nunca la había hecho antes, pero sé cocinar. Improvisé y salió una rica lasaña para 6 que devoró como si no luciera un six-pack.
Un par de meses después de aquella lasaña tan memorable era su cumpleaños. Los cumpleaños son importantes para mí, así que le hice una lasaña idéntica a la primera y se la envié por mensajero a casa de su familia, donde aún vivía. Un par de semanas después de aquella segunda lasaña tan memorable era mi cumpleaños, y a él se le olvidó que los cumpleaños eran importantes para mí.
Me desgarró, pero no me permití sentirme mal porque la voz de mi madre me decía en mi cabeza que yo no había hecho aquello para conseguir algo a cambio. Solo quería alegrarle el día y lo había hecho, así que según aquella voz (ajena, aunque por aquel entonces todavía la consideraba propia) no tenía derecho a estar triste. ¡De hecho debería estar contenta!
Yo no tenía derecho a que me alegrasen el día.
Tardé años en darme cuenta de que sí lo tenía.